miércoles, 26 de noviembre de 2008

miércoles, 19 de noviembre de 2008

OLLIN-SOL DE MOVIMIENTO

Presentación olvidada de la Exposición "Kab Rakán, la Furia de los Dioses"

Carlos Henríquez Consalvi, Museo de la Palabra y de la Imagen

Rafael Lara-Martínez, Teconológico de Nuevo México

museopalabra@telesal.net - soter@nmt.edu

Los pájaros dejaron de cantar; los hombres, las mujeres y los niños palidecieron ante el bramido que provenía del volcán de Ilopango. Las fauces del saurio de la tierra se abrieron en grandes zanjas y sollozos; de su vómito, de sus escupitajos, salió un olor a azufre que lo invadió todo. Miles de toneladas de casquetes volcánicos y ceniza fueron lanzados al cielo y cubrieron buena parte del territorio cuscatleco. Los que pudieron, huyeron, apenas con una pequeña carga de maíz a sus espaldas. Los otros fueron absorvidos, con niños en su regazo, englutidos por el gran saurio y triturados hasta volverse polvo. Eran nuestros antiguos abuelos que iniciaban el eterno éxodo para sobrevivir, en aquella época, 260 años después de Cristo.

Pasado el tiempo, emprenderían el temporal retorno al Valle de las Hamacas. Huir y retornar, como nos ha correspondido hacer por los siglos de los siglos, de manera cíclica, cada atadura de los años, cada fin de milenio. Antes se llamaban chichimecas, bárbaros, tribus nómadas; ahora, migrante, hermano lejano; pero, el fenómeno del exilio, de llevar la patria a cuestas y de reconstruirla en otro territorio, sigue un patrón semejante. Parecería que nuestra suerte está atada a los designios de Kab Rakan, el personaje de la mitología maya que aún hace estremecer las montañas.

En la antigüedad prehispánica, el terremoto representaba el momento en el que el tiempo social encaraba el mito. El tiempo se volcaba sobre sí mismo; como el saurio que componía la tierra, el mundo entero se enroscaba sobre el pasado; mordiéndose la cola, se replegaba hacia el principio de los tiempos. Por momentos, la sociedad no lograba distinguir entre historia y mito, entre realidad y sueño. Para nuestros antepasados, los sismos inauguraban un periodo trágico y privilegiado. Sellaban el instante en que los muertos del mundo actual, así como los antiguos habitantes de los Soles o épocas precedentes regresaban al mundo.

Para la visión prehispánica, cíclica de la historia, plasmada en textos como el Popol Vuh y la Leyenda de los Soles, los sismos podían marcar el exterminio y la desintegración del mundo actual, así como la del proyecto social en vigencia. A partir de esa devastación, teñida de un trasfondo cósmico y divino, se abría tanto la necesidad del éxodo, de buscar un nuevo sitio de asentamiento, al igual que la de reconstruir, provisionalmente, otra vez, una ciudad distinta en un paraje extraño. Se contaba con la certeza de que en un futuro incierto, esta ciudad recién inaugurada sería de nuevo destruida.

No otro era el designio de los dioses y el sino del tiempo: repetir el ciclo de su nacimiento y muerte hasta que la etrernidad quedera exhausta. Los mitos prehispánicos debemos medirlos no sólo por su contenido religioso; ante todo, los mitos son una fina lectura del acontecer sísmico en el área mesoamericana y de sus consecuencias sociales. Los dos procesos sociales que registra el mito —éxodo y reconstrucción— poseen aún el mismo valor en nuestra época moderna. Todavía hoy, rodeados de la más sofisticada tecnología, en la era de la computación, migración y recreación de la tierra natal en un paraje extranjero —Los Angeles, Washington D. C.— son dos de los mayores motivos que mueven a la población salvadoreña. Nuestra más recóndita identidad, al revés y al derecho, lleva la marca del peregrinar y de la reconstrucción provisional.

Desde antes de su inicio, la capital salvadoreña estuvo marcada por un sino. San Salvador fue una ciudad portátil, de cambiante ubicación. Ni los nuevos habitantes españoles, ni tampoco los mestizos hemos podido romper el sello que, desde el origen, señala a la capital como sitio de migraciones, reconstrucciones y destrucciones cíclicas. El primer debate colonial sobre la reubicación en un paraje menos expuesto a los fenómenos naturales, se desarrolló hace 407 años, en 1594. Casi un siglo después, en agosto de 1671, otro terremoto destruyó la mayor parte de las iglesias y casas de San Salvador. Sus habitantes pensaron de nuevo en trasladar la ciudad; pero el Rey de España les negó el derecho a desplazarse.

En el siglo XIX, el Boletín Extraordinario del Gobierno de El Salvador, expresaba: "La ciudad no conoce, por consiguiente, sino un perenne tejer y destejer. Cada generación es sometida a la misma prueba, pero reacciona con idéntico espíritu, estableciendo una continuidad más valiosa de la que puedan ofrecer los edificios y monumentos. No se trata de gentes ablandadas por la molicie, que gozan heredando patrimonio, sino de individuos dispuestos en toda ocasión a recomenzar la obra por el principio". Estos antecedentes nos muestran la respuesta de la población salvadoreña afectada por los terremotos; se trata de una obstinada vitalidad y capacidad organizativa para lograr la supervivencia, la cual contrasta con la terca inercia que ha caracterizado la respuesta del estado en la mayoría de los casos. Pero estos antecedentes también nos remiten hacia aquella pretérita época prehispánica en la que "tejer y destejer" significaban éxodo y reconstrucción periódica de la patria en un sitio distinto al original.

Los siglos fueron testigos de terremotos, diluvios, tsunamis, plagas de chapulin, migraciones, el éxodo ante el genocidio de las comunidades campesinas en 1932. Luego el ciclón del 34 arrasará con viviendas y lavará la sangre de la matanza, aunque no reivindicará a las víctimas. Sucederán más terremotos. Vendrán expulsados por la mancha brava desde Honduras decenas de miles de salvadoreños, a unirse al ejercito de campesinos sin tierra y sin trabajo; se producirán dos nuevas guerras. El paisaje salvadoreño es aquí el mayor testigo; en la geografía, archivo de la memoria, podemos leer la traza de esas constantes migraciones.

El eterno éxodo es seña del país portátil; el eterno retorno nos impulsa a odiar y amar de nuevo el terruño. Construir de nuevo chozas y cultivos, reconstituir el núcleo familiar. Olvidar, jugar a olvidar que el suelo es frágil como el futuro; intangible e incierto como el subjuntivo. Esperar con vocación de provisionalidad los nuevos golpes de la naturaleza, cada vez más fuertes, porque la pobreza acrecienta sus raíces y dispara la vulnerabilidad.

Se establece la cultura del "paramientrismo": vivienda provisional "para mientras", planes del Estado "para mientras", medidas de previsión "para mientras". Parche y remiendo, "para mientras". El "para mientras" se convierte en solución definitiva. Del terremoto del 86, todavía vemos en la capital, núcleos habitacionales que se anunciaron como "temporales". "Para mientras" no sería sino una forma sofisticada de expresar que modernización y avances científicos no han podido erradicar aún aquella visión cíclica que, desde época prehispánica, augura lo frágil e inconstante de todo proyecto social en el valle de las hamacas.

La historia nos muestra que luego de cada terremoto hubo más pobreza que

antes, sin embargo, más riqueza para aquellos que han hecho, a través de los siglos, del desastre un negocio. Esta situación tiene que ver con la manera en que el Estado ha respondido frente a los fenómenos naturales. Veamos cuál fue su respuesta ante el terremoto que en abril de 1854 destruyó a San Salvador: en aquel entonces el gobierno determinó reconstruir la capital en los terrenos que pertenecían a la Hacienda Santa Tecla, la cual adquirió, supuestamente con el propósito de distribuir las tierras, entre los damnificados por el terremoto y, luego, entre aquéllos que manifestaran el deseo de utilizar la tierra para el cultivo del café. En ese reparto, los menos favorecidos fueron los damnificados del terremoto, ya que se privilegió la concentración de propiedades en manos de antiguos y nuevos cafetaleros. Este es un antecedente de la apropiación de tierras ejidales para formar haciendas privadas, y de la manera en que puede manipularse políticamente un desastre tildado de natural.

El auge cafetalero seguirá despojando a las comunidades de las tierras ejidales. Al separar de sus tierras a los campesinos se profundiza la situación de pobreza en el sector rural y se genera el éxodo paulatino hacia un San Salvador que crece desordenadamente. Se aumenta la vulnerabilidad frente a los terremotos que vendrán en cadena durante siglo y medio. Desigualdad social y fenómenos naturales, son constitutivos de nuestra vulnerabilidad. Las cifras recientemente presentadas por el PNUD, sobre el nivel de pobreza en el país, nos dibuja el mapa exacto de la vulnerabilidad a que está expuesta la mayor parte de los salvadoreños. No debemos permitir que el olvido continúe siendo una constante; por lo contrario, hay que extraer las enseñanzas, advertencias y mandatos de responsabilidad que nos deja pendientes cada uno de estos desastres, los cuales no son sólo de orden "natural".

En el caso de los terremotos del 2001 el mensaje es muy claro; tenemos que desarmar la estructura de un centralismo obsoleto, que frena el desarrollo humano, que multiplica la vulnerabilidad ante los desastres. Nos enseñaron los terremotos que no hay preparación ante la realidad sísmica, ni capacidad para auxiliar con rapidez a los sepultados bajo los escombros, ni a los sobrevivientes sin techo. Nos enseñaron los terremotos que aún desconocemos nuestro medio ambiente; a pesar del avance científico, todavía no lo hemos domesticado. El del 13 de enero, fue el primer terremoto que se produjo en democracia; esto abrió la posibilidad de que la sociedad se expresara libremente, ejerciera una crítica razonada, y los medios de comunicación pudieran señalar los errores, muchos de los cuales fueron corregidos gracias a esa expresión ciudadana.

Sin participación ciudadana no habrá real reconstrucción; no habrá prevención, ni mucho menos articulación de esfuerzos por fijar la memoria histórica de los fenómenos naturales, ineludible comienzo para enfrentar el futuro que no podemos evadir. Apenas han pasado pocos meses de relativa quietud sísmica, y cada vez se habla menos del desastre y de las secuelas que dejó en la vida de tantos salvadoreños sumidos en la miseria. ¿Permitiremos que la desmemoria comience a tramar su telaraña, a anidarse en nuestros cerebros? ¿Haremos de esta experiencia traumática una oportunidad para formular una concepcion de nación, tendiente a construir una sociedad que facilite iguales oportunidades para esos millones de salvadoreños excluidos del desarrollo? Necesitamos un esfuerzo colectivo, desde todos los campos. La educación, las artes, las ciencias, las iniciativas culturales del estado y de la sociedad civil. En las universidades, todas las carreras deberían tener un enfoque de educación antisísmica; en los museos, habría salas con elementos de la memoria histórica ligada a nuestra realidad sísmica.

Nuestro hijo tiene apenas tres años; pero no olvida el terremoto; nos lo recuerda cada cierto tiempo. Esto nos hace pensar que ésta es la oportunidad para que la suya sea la generación que encarne la "cultura de la prevención". Los niños son los indicados a aprender, desde temprana edad, a respetar nuestro medio ambiente y a comprender las consecuencias que la destrucción ecológica puede tener en un país tan vulnerable ante los fenómenos naturales. Es una oportunidad para realizar un estudio completo de las fallas geológicas que atraviesan nuestra capital. Oportunidad para jamás dejar de perder las becas de estudios sismológicos ofrecidas desde el exterior. Oportunidad para dejar de ser un país con una visión asistencialista, pero sin posibilidades de prevención.

Luego del sismo de enero, íbamos en un helicóptero venezolano, sobrevolando la zona de Las Colinas, rumbo a la destruida Comasagua. Asomados a la ventanilla, ante ese espectáculo de destrucción, recordamos las marchas que meses antes del terremoto, hicieron cientos de niños por las calles de Santa Tecla, pidiendo un alto a la destrucción de la Cordillera del Bálsamo. Recordamos el intento ante los tribunales, que hicieron varios ciudadanos por detener el desarrollo urbanístico ilegal en las laderas y zonas verdes. Recordamos el acuerdo municipal prohibiendo estas ilegales construcciones. Sin embargo un juez emitió sentencia en contra de estos clamores. Los escombros, que sirvieron de sepultura a cerca de 500 salvadoreños a lo largo de la cordillera, en su mayoría niños, deben ser un monumento para no olvidar, ni permitir los crímenes ecológicos que se cometen con impunidad.

Gracias por acompañarnos en la apertura de esta muestra, que es una investigación en proceso, que irán enriqueciendo ustedes mismos con sus aportes y recomendaciones. En esta oportunidad, estamos también celebrando la legalización de la Fundación Museo de la Palabra y la Imagen, figura jurídica que hemos logrado, luego de cuatro años de perseverantes gestiones ante la instancia respectiva.

Al marcharnos de esta muestra, nos quedarán en la mente varias interrogantes. ¿De qué forma esta incertidumbre, este construir y reconstruir ante cada fenómeno natural, o luego de cada guerra, ha influido en nuestra forma de ser, de actuar, de pensar, y de soñar? La violencia de los fenómenos naturales, ¿de qué manera nos habrá moldeado? ¿Acaso no se nos quedó en el corazón un terremoto o una inundación interior, dictándole pautas a nuestro cotidiano comportamiento, a nuestra más recóndita identidad? ¿Por ventura nuestro propio corazón no es un terremoto; más que latir no parece temblar?

Nos hizo fuertes, perseverantes, nos dio la risa para burlarnos de nuestra propia tragedia, que no entendíamos en su magnitud y origen. Pero también nos dio la posibilidad de captar el mensaje de Simón Bolívar cuando, ante los escombros del terremoto de 1812, expresó "si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca". ¿Acaso entrar a la modernidad y aceptar el avance científico, no deberían significar el uso razonado que una cultura hace de sus recursos naturales?

Modernización, repiten los políticos; pero no se puede modernizar un país, sin que se establezca un programa a largo plazo para prevenir y enfrentar los desastres naturales inevitables. ¿Hasta cuándo seremos capaces de elaborar una política que elimine el ciclo de migración y construcción temporal que provocan sismos y pobreza? De no hacerlo, seguiremos viviendo en el tiempo cíclico del mito; a pesar de todos los discursos, de todos los objetos de uso cotidiano que consideramos modernos, no abremos aún encardo la historia.

Esta exposición que hoy presentamos, intenta originar preguntas, para que cada uno de nosotros las responda; lo haga con preocupación, pero con optimismo. La historia nos dice que hemos vencido peores desafíos. El desafío de Kab Rakan, nos impone el optimismo.

¡Reconstruir la esperanza, reconstruir la capacidad de soñar la utopía! El corazón es el terremoto constante que nos hace vivir. Con solidaridad y perseverancia, los corazones salvadoreños moverán montañas.

“Kab Rakán, la furia de los Dioses”, la historia de los fenómenos naturales en El Salvador publicado por el Museo de la Palabra y la Imagen, será presentado por Carlos Henriquez Consalvi, director del MUPI y el historiador Pedro Escalante Arce. La actividad se realizará el jueves 20 de Noviembre a las 6 p.m. en la Casa de las Academias (antigua casa Dueñas), Alameda Juan Pablo II y 9a. Av. Nte. #425, San Salvador.

lunes, 10 de noviembre de 2008


De la hostia, la sangre y la arboleda.

Autor: Francisco Andrés Escobar.


fragmento

III

Usted, mi don Ignacio, era otro padre:

padre de quien no tiene más que sueños,

padre de quien no habla porque el miedo

le cercena la voz, le mata el gesto.

Usted, mi don Ignacio, era otro padre:

padre de estos eriales y senderos

donde, escasa la luz y corto el verbo,

el mal se ensaña entre los más pequeños.

A usted, mi padre Ignacio, no lo oyeron.

A usted nos lo mataron... así... en seco...

y hoy nos queda esta sangre barboteante...

¡y una gran pesadumbre en la arboleda!

Usted dejó su España, don Ignacio,

y optó por el dolor de esta otra tierra.

Y aquí, mi gran rector, en este insomne

país de las insidias y violencias,

país de las conjuras y denuestos,

- ¡¡país simiesco de alarido y miedo!!

usted su verbo iluminado

y en sangre dio su aurora más cimera.

Usted vino con Rahner y Zubiri

acobijados en morral de sueños.

Y buscó interpretar las realidades,

e imponer la razón como criterio

para encarnar de Dios su mandamiento

de empezar en la historia el alto Reino.

Usted, mi don Ignacio - el Unamuno

de esta su Salamanca que acompaña

la pasión y la sed salvadoreñas -

se internó en la verdad más dolorosa,

descendió a sus raíces más primeras,

y luego la entregó como maestro,

o la vertió en palabras de profeta.

Usted hubo de habérselas, maestro,

con la ciega corriente de los odios

donde luchan los hombres por poderes

colocados en márgenes opuestos.

Y allí quiso mediar. Y confundieron:

vieron la espina en el lugar del beso.

Y en vez de aprovechar su augusta estirpe

para ordenar "la patria mal vivida"

- Como dice otro grande entre poetas -

trajeron a la muerte por consorte,

cegaron con el odio su ojo ciego,

y en la noche de sombras y alaridos

fundieron la esperanza en el silencio.

IV

Usted reposa ahora, don Ignacio,

con Amando, el arcángel consejero;

con la "fe y alegría" de aquel Lolo;

con Segundo, el de barbas de dios Zeus.

Con Pardito, silente y laborioso

que alcanzó a Dios en su correr eterno;

y con Nacho, consciencia inquisitiva

que ha de encuestar los ángeles del cielo.

Allí descansan de este rudo tiempo

de congoja, dolor, llanto y miseria,

y desde el gran martirio atribulado

defienden a la vida en esta tierra.

Elba y Celina, lirios de este pueblo,

reposan más allá de su silencio:

ellas volvieron a su lar amable

a dormir en la tierra primigenia.

Yo voy a recordarlo, don Ignacio,

con su paso sereno en la arboleda,

con la hidalguía del perfil altivo

con que viste el Creador al intelecto.

Con sus manos ungidas en aceite

votivo de las hostias y las letras.

Con sus ojos certeros y aguileños,

con la razón de escudo sobre el pecho

y el inflamado acento sobre el verbo.

Así habrá de vivir, mi padre Ignacio,

alumbrando las voces y el silencio,

iluminando inviernos y veranos

de esta casa que es suya, de este tiempo

cuando el fragor oscuro de la sangre

la paz responda con celestes ecos.

V

¿Qué más puedo decirle, don Ignacio?

¿Qué la luz de la tarde besa el muro

con el perdón del beso comprensivo?

¿Qué furor por furor no es justa vía

para aplacar daimones y delirios,

y que debe brillar, sereno y limpio,

el justo sol, en su alma tan querido?

Los brazos de la cruz, en el ocaso,

extienden ambiciosos sus dominios

con el perdón por lanza y por espinas...

... Debo irme pastor... padre... maestro...

para seguir andando los caminos

que llevan al amor y a su ancho alero.

Adiós... y gracias... por palabra y vida...

Gracias... por el martirio sacrosanto...

Quede con Dios. El lava sus heridas.

¡Adiós, mi gran rector, mi don Ignacio!



La UCA y el pueblo herido Ya sois la verdad en cruz y la ciencia en profecía,
y es total la compañía, compañeros de Jesús.
El juramento cumplido, la UCA y el pueblo herido
dictan la misma lección desde las cátedras fosas y Obdulio cuida las rosas de nuestra liberación.
Pedro Casaldáliga

sábado, 8 de noviembre de 2008

IGNACIO ELLACURÍA LOS MÁRTIRES DE LA UCA


A Ignacio Ellacuría, precisamente ahora

NORBERTO ALCOVER

Fragmento.

En la madrugada de tal día como ayer, encontraron tu cuerpo baleado junto a otros cinco, los de tus compañeros jesuitas, todos vosotros trabajadores universitarios en el mismo empeño de convertir la cultura en instrumento de transformación histórica desde el evangelio del profeta nazareno. En la fotografía que recorrió el mundo, aparecíais tirados en el suelo, sobre un pequeño espacio de césped verdeante, manchados de sangre, como ovejas llevadas al matadero. Y un detalle que me llamó la atención desde aquel tremendo principio: tu cabeza estaba con dos agujeros de poderosas balas; aquella cabeza de la que surgieron los mejores ímpetus para hacer de las ideas, aparentemente abstractas, azadas con las que participar activa y peligrosamente en la resolución del conflicto fratricida salvadoreño, siempre poniendo por delante la causa de los crucificados de la historia, de los más pobres. Una cabeza demasiado peligrosa.

Mira, querido Ignacio, de un tiempo a esta parte te hemos colocado en la cuneta de nuestras vidas, después de que un aluvión de nuevos conceptos más pragmáticos que ideológicos acabaran por abrumarnos. Es cierto que el abandono de tu persona y de su significado lo vamos realizando en una especie de silencio vergonzante, pero el hecho es que, sin querer confesárnoslo, has acabado por resultarnos molesto.

Nos molesta tu talante moderno cuando estamos envueltos en esa frívola posmodernidad. Nos molesta tu compromiso histórico que denuncia tanto apoltronamiento biempensante. Nos molesta tu cultura desde y para los pobres, obnubilados por vulgares creativismos en el vacío más inoperante. Nos molesta tu adhesión a determinadas tesis marxianas que juzgamos de antiguallas pero seguimos sin resolver. Nos molesta tu fidelidad a Zubiri, ese autor complejo, molesto y metafísico, pero que acaba por complicarte la existencia. Y sobre todo, nos molesta tu certera interpretación de la liberación ejercida desde la teología, siempre adherida al Jesucristo evangélico, tan descaradamente defensor de los pobres y fustigador de los prepotentes. Nos molesta, me olvidaba, que esta forma de pensamiento de Ignacio de Loyola y de Pedro Arrupe te condujera inexorablemente hasta las balas y sus agujeros en la cabeza. Nos molesta todo tipo de martirio. En una palabra, te hemos dejado en el camino .

viernes, 7 de noviembre de 2008