Se oyó voz que decía: Tú, venado,
échate a la maleza. Vosotros, pájaros,
volad a las altas y verdes copas.
El Popol Vuh
Atardecía. Llovía cernido sobre la montaña ese polvillo de oro de sol triturado en una avalancha de acantilados grises de nubes. La tormenta reciente había dejado las altas copas de los cedros, voladores y conacastes, de las zorras, bálsamos y copinoles, escurriendo la pedrería luminosa de las gotas. En los claros de bosque el césped era aterciopelado. Junto al charco grande de "El Embudo" los pajonales habían quedado revueltos, despeinados por el huracanado viento que precedió al aguaje. La sombra verde iba lentamente llenándolo todo, del fondo arriba y por contraste, el cielo era ya una cúpula de oro. Aún cantaban algunos pájaros agradecidos. Antes de agonizar el día, la verspertina marea de la luz hizo un paro de aguas, un cambio de marea y se sostuvo por más de media hora quizá, en esa aura-pálida que llaman las gentes: luz de muertos, una luz que no se atina de dónde viene, si de arriba o del fondo, o si brota de las cosas opacas que parecen contenerla en forma infusa y emanarla en cansina radiación.
Fue durante este lapso que el venado surgió lento de entre los matorrales y vino paso a paso, ligeramente alerta, a beber el agua ambarina del charco.
Así, alzada la cabeza, con la cornamenta enhiesta el cuello ligeramente torcido en un intento de escuchar lo menos silente del silencio, la silueta cobriza del venado tenía la clásica hermosura de una bestia del cortejo de Artemisa, la fina línea y grácil compostura de una pieza escultórica vaciada en metal.
Tanta gracia encendida en la vitalidad eléctrica que trasmite la virtual agilidad en leves estremecimientos y el temor latente y presto, tenía el fondo maravilloso que debió tener: hierba sombría, altos troncos iluminados de soslayo y claros de cielo desleídos en oro y platino.
Resultaba tan fácil, tan casual y bella aquella aparición cinegética, que el cazador apartó la mirilla para verla con los ojos abiertos, admirado y desviado de su intento por esa misma admiración. El arcaico sentimiento nemrodiano daba lugar, ahora, apurado por la belleza, a ese sentimiento nuevo revelador del artista que apunta en cada explorador moderno, aducido a base de cultura. Hay entonces el instante de un ligero rubor numinoso y el brusco despertar a un nuevo concepto del deporte, el mismo que está trocando la escopeta o el rifle en la cámara fotográfica o cinemática. "Cazar sin matar" es la consigna del nuevo cazador. Cobrar la pieza dejando incólume la vida. La crueldad se va destiñendo lentamente y dando lugar al interés por la vida más que por la muerte, a la satisfacción del corazón más que a la del estómago; a la del logro estético más que a la vanidad del ojo certero.
El cazador estuvo así en su rincón, ligeramente apoyado en el arma, viendo al venado beber con el belfo encendido en la fresca llama de agua crepuscular, mientras el estanque se rizaba en los círculos concéntricos impulsados por la trompa y en los círculos menores, secantes, producidos por cada gota que caía cuando la cabeza se alzaba de la linfa.
Lentamente, como había llegado, el venado se apartó del charco; probó aquí y allá alguna hierba; escuchó con ojos y orejas a uno y otro rumbo; peinó la tabla de su cuello en el tronco delgado de un arbusto y caminando ya en plena sombra como una sombra entre sombras, se perdió de vista y de oído.
El cazador respiró con cierto desahogo no exento de alegría y recibió como un premio, como una condecoración, la primera estrella, por encima del bosque. Premio era, al parecer, por aquella decisión que parecía haber llenado tan naturalmente su alma, en el instante en que el hombre entra en un nuevo círculo de nobleza y se vuelve un ser de compasión, un hombre mejor.
Este fragmento del cuento "El venado" proviene de el libro La espada y otras narraciones, incluído en Narrativa Completa, editado por la Dirección de Publicaciones e Impresos de El Salvador.
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