miércoles, 15 de septiembre de 2010

MUJERES QUE NO SE CALLAN , JULIA EVELYN MARTÍNEZ,




A proposito de los derechos y la igualdad de oportunidades para las mujeres y el Consenso de Brasilia.

COMBATIENDO EL SINDROME DE LA DESESPERANZA

En psicología se conoce como Síndrome de la Desesperanza Aprendida (SDA) a la actitud de resignación forzada y/o de abandono de la capacidad de soñar o de ambicionar, que desarrolla una persona como resultado de la experiencia de varios fracasos continuos en una misma lucha, lo que hace que se vaya agotando progresivamente su energía para sobreponerse a los fracasos.

Las personas que desarrollan este síndrome aprenden poco a poco a no esperar resultados positivos de su esfuerzo y terminan convenciéndose a sí mismas “de que nada se puede hacer porque de todas maneras el resultado va a ser el mismo” o bien que “una vez más todo va a salir mal porque las cosas son así”.

Es lo que ocurre con quienes nacen en una situación de pobreza y exclusión social donde son tan escasos los medios para salir de ellas, que cada intento por superar la adversidad inevitablemente termina en un fracaso o en una desilusión.

Apabullados por un sistema en que todas las explicaciones están ligadas a la mala suerte, a la voluntad divina o al desinterés de los gobernantes, acaban por sentirse incapaces de imponerse al destino y de abandonar el círculo de la pobreza y de la exclusión. “Para qué estudias si igual no vas a encontrar trabajo”, o “no te pongas metas altas porque vas a terminar sufriendo” son voces internas que llaman al desaliento y a la pasividad.

Es lo que sucede también con mujeres sometidas desde su niñez a situaciones de violencia y que terminan atrapadas en su vida adulta en relaciones abusivas de pareja. Muchas mujeres después de muchos intentos frustrados de escapar de su agresor, ante la indiferencia o complicidad de sus familias, vecinos y/o del Estado, y frente a una cultura que les refuerza mensajes como “una mujer no es nada sin un hombre” o “quién te ama te hará sufrir”, optan por perder la esperanza y por resignarse a su condición, hasta que finalmente terminan pagando con su vida el costo de esta desesperanza.

Los estudios sobre este fenómeno, coinciden en identificar que las personas que sufren el síndrome SDA tienden a presentar uno o más de las siguientes características: Baja autoestima; sentimientos encontrados (odian su situación, pero creen que la merecen); temor e incluso pánico ante cualquier tipo de cambio; ausencia de control sobre su vida, y sobre todo, un profundo deseo de que exista una solución mágica o instantánea para sus problemas. Por ejemplo, una mujer con el SDA puede soñar que un “príncipe azul” la rescatará de su agresor o un desempleado con el mismo síndrome dejará de buscar empleo y confiará en que un premio de lotería o un concurso de televisión le resuelvan sus problemas económicos.

Observando las reacciones y rechazos a priori que suscitan en nuestro país cualquier medida que esté orientada a mejorar la condición y posición de las mujeres y/o a erradicar las causas de la violencia machista, que tanto daño están ocasionando a las familias y a la sociedad, no podemos menos que advertir el serio riesgo de que estemos desarrollando el SDA a nivel social. Muchos síntomas de alerta del “no se puede cambiar” se pueden identificar en los foros de las redes sociales, en las opiniones de los gurús mediáticos y sobre todo, en las respuestas recurrentes que la ciudadanía proporciona a las preguntas realizadas por los medios de comunicación. Señalo algunos ejemplos.

Frente a la propuesta de eliminar prácticas educativas sexistas, la respuesta es NO, porque atentan contra nuestras tradiciones milenarias. Frente a la propuesta de reformas electorales que promuevan una mayor participación política de las mujeres, la respuesta es NO, porque sería obligar a las mujeres a que participen en política y a ellas no les gustan o no entienden estos temas. Frente a la propuesta de incluir el problema de la violencia de género contra las mujeres en el diseño de las políticas de seguridad, la respuesta es NO, porque la violencia de género es un asunto de parejas, que debe quedarse y resolverse en el ámbito privado. Frente a la propuesta de aprobar un Día Nacional de la Mujer de la Maquila, para reconocer su derecho a condiciones de trabajo decente en las zonas francas, la respuesta es NO, porque esa es una medida ridícula, una cortina de humo, ya que lo que se necesita es que aumenten el salario de las maquilas para ajustarlo al costo de la canasta básica o bien lo que debe hacerse es aumentarles la jornada de trabajo para hacer más atractiva las condiciones de inversión en ese sector. Frente a la propuesta de una Ley de Igualdad de Oportunidades, la respuesta es NO, porque eso sería discriminar a los hombres. Y la lista de “no se puede” y de los “ni se les ocurra”, sigue, imparable, constante y generando desmovilización personal y social.

Y de esta manera, con cada “no se puede” o “no se debe”, se va extendiendo poco a poco como una epidemia el SDA en la sociedad y los intentos fallidos de avanzar en la lucha por los derechos de las mujeres se va transformando en una especie de profecía autocumplida: “Hagamos el intento, pero ya sabemos que no logramos nada”.

Nadie dijo que la lucha por los derechos de las mujeres sería una tarea fácil, sobre todo porque esta lucha tiene lugar en campos de batalla minados por el patriarcado y protegidos incondicionalmente por sus gladiadores y guerreros. Por ello es que en la agenda del desarrollo de las mujeres es importante prevenir, atender y erradicar el SDA de las vidas personales y colectivas.

En ambos cuadros, la terapia recomendada es la misma: grandes dosis de empoderamiento personal, complementado con una dieta alta en autoestima, tolerancia y buen humor; sin olvidar que todo lo anterior debe acompañarse con una rutina diaria de ejercicios de organización, movilización y lucha.

* Directora del Instituto Salvadoreño para el Desarrollo de la Mujer

1 comentario:

JOSÉ ROMERO dijo...

Dicen algunas lenguas que padecemos el síndrome de la desesperanza. ¿verdad que mienten?