domingo, 3 de abril de 2011


Piedras

Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
soter@nmt.edu
Desde Comala siempre…
Partes 1-2
Cueva
La cueva es la esencia de la piedra. Define su verdad en abertura. Si al agrietarse resiste hacia el mar o en la montaña, pervive por lo que admite en sus rendijas. Recoge lo que acumulan los cerros, lo que arrastran las olas. No sólo acepta complacida que la espuma y el limo la enceren de caliza. También tolera que a su ranura coleccionen las señales borrosas de lo que andan por el Mundo. En un museo sin adorno, la cueva guarda fragmentos pulidos por la humedad de lo que se aleja hacia el ahogo. Por su anchura no vive de la propia grieta sino de la brecha que despejada acoge todo lo que se presenta ante su acceso. En remedo a la letra, refleja en lo oscuro la sorpresa y lo cercano. Acorta el “intervalo de la distancia” entre la nostalgia y el vuelo de mariposa (a leer bajo el torrente sonoro de “Acknowledgement (1); Resolution (2)”, John Coltrane, A Love Supreme, http://www.youtube.com/watch?v=558bTG0D-xg).
II. Tristeza de roca
Hay rocas que gotean su tristeza. Se desangran en gesto abierto, sin aflicción. Sobre la superficie lisa y pulcra, crían una excrescencia húmeda y rugosa. En el rostro raso, el llanto deposita la huella de lo que yace y palpita al centro de la roca. Todo lo que brota a la superficie se arraiga en el alma de la roca, invisible pero latente y expresiva. De esa lágrima que exhala la Tierra, del mar que la golpea, surge una vegetación retorcida buscando la luz luego de su encierro, nueve lunas al centro de la roca. Lo verde que la corona rima con el grano oscuro que dilata el silencio. Habla de tiempos paralelos, de mundo abolidos, de memorias sin cifra esculpidas en la médula. Habla de su derrota ante el tiempo que la fragmenta y requiebra. De la Tierra que la expulsa hacia la apariencia. Y de la estrella que calca su camino trasegado.
IV. Tiempo de piedra
El tiempo de las piedras difiere del humano. A quienes en su simpleza atroz reducen el año a la revolución de la Tierra alrededor del Sol, el silencio de las piedras declara que el ciclo anual lo marca la totalidad de los astros. El número de luceros excede el de granos de arena, como se dispersa el calendario de las piedras. Guijarros diminutos y sin testimonio que viven en tiempos alternos a la historia. Hacer de una sola estrella la medida del tiempo reduce el Mundo y su experiencia. Las piedras alojan en su seno vivencias planetarias de múltiples lunas. Escuchar el habla de las piedras sin temor a la sordera, lleva a que el alma, adicta de cuerpo, desde la cárcel declare su verdadera patria y morada en la piedra. En los paraísos y en los infiernos todo es piedra y estrella. Hueso y grano
VI. A Love Supreme
Si por el hueso el vertebrado adquiere solidez en su contorno, por la piedra el fango, polvo líquido, el relieve de cuerpo vivo. La piedra emerge del lodo como el niño del vientre; la estrella, del pantano.

El cuenco de la piedra recoge el maíz triturado que se vuelve cuerpo de mujer, origen del hombre.

Si la savia es la sangre de la planta, ignoro el nombre de la sangre de la Tierra. Su coagulo se llama piedra.

VII. Hueso - Resurrección
En 1930, a dos años de una terrible masacre, un cazador de venados se internó en el bosque. Siguió el rastro de su presa que goteaba sangre a su paso. Al llegar a la orilla de un río, halló a una hermosa muchacha que lavaba con un listón rojo al cuello, evidencia de su crimen. Ella lo convidó a ingresar por una caverna, orificio de la Tierra, hacia sus entrañas secretas. En el claustro subterráneo se enfrentó al padre de la muchacha, quien lo obligó a permanecer en el encierro tantos años como el número de sus víctimas. El tiempo que para él eran días sin sol, al interior los medía una ventisca de arena fina que los volvía segundos.

Debía fertilizar a la joven quien yacía invariablemente junto a los huesos de sus hermanos asesinados. Siempre se revestía en osario. Al salir no sólo notó que la Tierra arrasada carecía de la vellosidad verde que la recubría. También los pueblos lucían desolados sin sus antiguos habitantes. Para entonces ya conocía el secreto de toda vida en potencia. El que le había revelado el padre de los venados en los recintos ultraterrenos. Hacia los cuatro rumbos regó los granos, huesillos y guijarros que acarreaba en reliquia de su paso por el inframundo. Deseaba que la Tierra resplandeciera de nuevo en sustento, vegetación y cultura tradicional.

A todos los confines, los testimonios de la época narraban que los cultivos proliferaban; la lava sedienta del Izalco sustituía el ladrillo y los humanos… Los humanos si no crecían en número, proyectaban su figura hacia el barro, el cuento y el lienzo. Quedaron perviviendo no sólo en cuerpo sino en una realidad paralela que el arte recreaba de ese mundo tangible, ahora extinto. Se prolongaron en un universo que ya no existiría en el hecho, sino en la memoria, en el rostro difuso que los recordaría. El que los sustituye en una verdad en pintura.

Hay que inseminar la piedra para que la Tierra prospere; regar el grano para que el fruto crezca; fecundar el hueso para que prolifere el linaje. Aun si todo este auge sea simple reflejo de formas que como el polvo vuelan errantes al viento, hay que fecundar. Lejos de su origen, la piedra y el hueso, vagan las plantas, la fauna y los mortales.

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