sábado, 2 de abril de 2011

Rafael Lara Martínez y Rafael Menjívar Ochoa


Rafael Lara-Martínez
(New Mexico Tech, soter@nmt.edu)
Desde Comala siempre…
Por vicisitud del destino, los nombres se unen en la enfermedad. Se reúnen en la paradoja. San Rafael, “el que cura o sana” reza el estribillo popular. No le prodiga de inmediato a quienes nos bautizaron bajo su pila la cura necesaria. A ti el cáncer te llegó por el colon; a mí por el estómago. Ya me cortaron la mitad. Y salí del hospital tan enjuto y huesudo como esa piltrafa humana que de ti, dicen, remitieron a casa. Y eso que permanecí quince días en el hospital
A mí también me diagnosticaron cáncer terminal. Apenas salía del quirófano, entubado hasta la uretra, y los médicos contaban los meses de vida que me quedaban, entre seis y dieciocho. Los dedos me sobraban para calcular la muerte que me tiraba con fuerza hacia el útero terrestre. Hacia lo inorgánico y frío. No lo oculto. Acaricio los pedreros y, con delicadeza, saboreo el deleite culinario del polvo, mientras escribo.
Ni sabía para que me había operado. Del cuarto del hospital iría casi directo al cementerio. Sólo me consolaba elegir el color del ánfora que contendría mi cuerpo incinerado, como única forma segura de que quizás me enterraran en el Cementerio Central. Del estómago, el tumor que me carcomía se regaba por el sistema linfático hacia todo el cuerpo. No había cura. No la hay, salvo para los que tienen fe completa en la ciencia. Cada año inventan nuevos medicamentos que prolongan la vida, dicen.
Por fortuna, en honra a mi otro nombre, Fortunato, Rafael es también “el que viaja”, el patrono de los viajeros y los errantes. Como un cuarto de la población del país, opté por el exilio. Esta decisión es ahora la que me mantiene en vida. Trabajo en un medio académico que reconoce mi labor sobre un país extraño y exótico para todos mis colegas. De ahí proviene que escriba, que la cura que a ti te niegan me sea accesible.
Sé lo que cuesta esa operación y la quimioterapia. Equivale al precio de una casa, al de una casa en un sitio de lujo en El Salvador. Por eso reconozco que el exilio no significa “el fruto negro”. Significa la única forma posible de acceder a un servicio médico decente y adecuado. El mismo que a ti te niegan por arraigarte en el país. Paradójico pero cierto que te lo rechacen. No sólo vivimos de las letras. Vivimos del cuerpo que se alimenta y se sana, de la materialidad que nos acoge, aún sea por un breve período de vida en la tierra.
Semi-postrado en el sofá que todavía me permite escribir, te saludo en la enfermedad que nos corroe el vientre a ambos. Si pudiera hacerlo, compartiría la mitad de mis medicinas contigo. Las ocho horas que paso sentado en un sofá mientras me inyectan la quimioterapia se harían más cortas, más leves y llevaderas. Llenas de satisfacción.
Pero me temo que los destinos sólo se comparten en la lejanía, en el nombre, y en la muerte. En el dolor y en la enfermedad que nos apolilla el vientre. A ti el desdén clínico del arraigo; a mí la hospitalidad del exilio. A cada quien lo suyo, desde el nacer al morir. Como a cada cual le tocó un útero materno —la única patria verdadera y primordial— como a cada cual le tocará su útero terrestre, la tumba como única patria perenne.
Tal vez si logramos sobrevivir colaboremos de nuevo en un libro, como hace años lo hicimos. Sólo los Dioses y los oráculos lo saben. Si no subsistimos, no te preocupes. Ya nos reuniremos en alguno de esos caminos que conducen a los Otros Mundos. Ya muerto te convidaré a que visites mi alma en pena en esta insondable Comala. Será más fácil ya que hechos polvo, nadie nos negará el viento. El transporte colectivo de los fantasmas que regresan a recordarles a los vivos la historia y el destino. El origen y el porvenir de todos los cuerpos mortales, aún el de las piedras.

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